A medida que corren los días y las precipitaciones no llegan, el "alivio" ofrecido por el gobierno se ve más escaso aún. La solución pasa por recortar retenciones y achicar la brecha cambiaria. El resto es cartón pintado.
El panorama sigue siendo preocupante. El agro todavía transita su tercera Niña consecutiva; la última ha tenido claramente una agresividad muy superior a la de sus hermanas, o quizás es que en realidad desplegó su poder dañino sobre suelos que venían muy agotados y ya sin resto.
La historia es conocida. El mismo productor que vio como la inversión en trigo se esfumaba sin contemplaciones, terminó perdiendo el maíz temprano y ahora le prende velas al cielo para tratar de salvar lo que queda de la soja y el maíz tardío. Si además es mixto o directamente ganadero, sabe que tuvo que sacar anticipadamente la hacienda del campo porque ya no tenía con qué sostenerla.
Es razonable que quien ha vivido aportando gran parte de sus ingresos para el sostén obligado de un Estado enorme, insaciable e ineficiente, pretenda que en la mala le saquen el pie de encima, especialmente cuando se atraviesa una situación excepcional. El campo no es un negocio sencillo, el riesgo es alto y una campaña con elevadas pérdidas puede dejar fuera de juego al más pintado, sobre todo en un mercado tan intervenido.
Lo cierto es que en poco tiempo más habrá que planificar lo que viene, asumir compromisos económicos, meterse en deudas. Los productores saben que tienen poco resto, porque vienen siendo exprimidos por un Estado que o bien se abusa con los impuestos o bien limita la libre comercialización de los productos, afectando sus precios.
Después está la estrategia que cada productor había decidido a priori, ya sea por criterio de gerenciamiento o por adaptación de la zona. Claramente quien optó por trigo en la zona núcleo y luego apostó en otros lotes por un maíz temprano tiene por delante un panorama muy adverso. Y respecto de la soja de segunda y el maíz tardío da la impresión de que febrero empieza a complicarse. Forma parte de las reglas de juego.
Otra cosa es la responsabilidad del Estado en las cuentas del campo. En principio el gobierno decidió comprar tiempo. Armar una mesa de trabajo -¿cuando no?- para determinar los daños en cada caso mediante el concurso de técnicos de ambos lados. Pareció tarea innecesaria, partiendo de la información con que cuentan las Bolsas y seguramente la que tienen las delegaciones de la Secretaría de Agricultura en todo el país productivo.
La opción de recortar retenciones era la más razonable. Eliminarlas de cuajo es parte del camino lógico, pero suena difícil con un gobierno que va mes a mes buscando dólares para sostener las mermadas arcas del Banco Central, y que acaba de quemar u$s 1000 millones para evitar que el valor de la divisa se escape. Todos en el fondo lo sabemos.
Otra alternativa sensata era achicar sobremanera la brecha entre el dólar de fantasía con que se le paga al hombre de campo y el valor real de la divisa. Pensemos que todos los productores de soja del continente americano cobran al menos u$s 500 por la oleaginosa. En la Argentina son u$s 220 al valor de los dólares financieros.
Ninguna otra cosa hubiese ayudado tanto al productor como haber aflojado la cincha sobre ambos temas; todo lo demás son paliativos menores. Es que para colmo está ampliamente probado que los DEX, al operar sobre los ingresos, aumentan el peso de los impuestos ante una seca. Es decir, lejos de ayudar, manteniendo los porcentajes de este gravamen se empeora la situación.
Un productor, enojado, grafica la situación. "Que el gobierno ofrezca ayuda habiendo retenciones y tipo de cambio deprimido es como que el ladrón que te roba el auto se ofrezca a acercarte a tu casa. El campo no necesita migajas, precisa que dejen de quedarse con su rentabilidad".
Para otro reconocido agroempresario, "la ayuda del Estado siempre es dirigida, burocrática, estruendosa, exhibicionista, manipulable, minúscula e inútil". La enorme mayoría no quiere "ayudas", pretende que le devuelvan lo que es suyo. Al menos una parte de eso.